Nunca sabré si esos dos hombres llegaron a aquel lugar por justicia divina o solamente por la obligación de ensenarme o mejor sea dicho, de ensenarnos, algo relacionado con la humildad, el sacrificio y la entrega desinteresada a causas, que aunque simples y algunas veces de apariencia perdida, son el motor para vivir y alcanzar la felicidad.
Don Eliecer despertó a un nuevo día con la garganta seca, la espalda adolorida como siempre y con el hambre nauseabunda que más que significarle la necesidad de ir a buscar algo de comer, representaba la insignia de su vida, el pariente parasito que vive con uno hasta cuando uno decide morirse de aburrimiento y falta de vida para vivir. Esa mañana Eliecer conocería al señor Gonzalo, un hombre algo más Viejo que él, algo así como 20 anos, a quien la fortuna le había sido esquiva o más bien arrebatada por aquellos descuidos de la consciencia y en especial arrebatos de la lujuria y el deseo por vivir. Sin tenerlo muy claro todavía, pero sobretodo sin sospecharlo, Gonzalo sería la cuota final que le otorgaría la entrada al cielo a Eliecer y como no, la cachetada final a nuestra mejillas por indiferentes y distraídos.
Como de costumbre, Eliecer tomó su chaza y salió a trabajar con la esperanza de cumplir la cuota de arrendamiento y el excedente obligado para poder comer. Su recorrido, largo como la vida que había vivido, empezaba cada día desde el barrio Kennedy y se extendía a lo largo de todo el territorio de aquel pueblo Valle-quindiano que desde más o menos 75 años atrás le había empezado a ver morir lentamente porque es que la vida empieza a morir desde el mismo instante en que se concibe. Y así lo sabia Eliecer, quien a sus no sé cuantos años de edad pero casi inquilino del octonario, suplicaba en las calles por almas de buen corazón que le compraran el cigarrillo, el chicle o el bom-bom-bum.
Día tras día, noche tras noche Eliecer luchaba su existencia con ferocidad invaluable y se retorcía por los años mozos, por los días joviales en lo que anduvo las mismas calles que hoy lo veían caminar cansada y lerdamente y por el amor de aquella hembra que le habría de dejar esa sombra triste en su mirada y el aura húmeda por las lágrimas que nunca pudo dejar salir. Recordó a María, la dueña de su corazón, la única habitante de sus ventrículos y soberana absoluta de sus ideas y pasiones, pero quien por cosas de la naturaleza, disfrutaba más de los amores parciales con cuotas de rendimiento. La hizo suya las veces que pudo y por el tiempo que su bolsillo lo permitió con la esperanza de que algún día la hiciera dejar de cobrar por esas horas de placer y al fin se decidiera a vivir con él por el resto de sus vidas. Un viernes, mientras Eliecer se disponía a llamarla para rentar su amor y embriagarla con guaro, notó la ausencia de su olor en el recinto oscuro y sonoro del moridero de amor donde se habían conocido. Después de esperarla largas horas y preguntarla sin obtener razón de ella, una vieja amiga de los dos, pero más de María que de él, le dijo con árida honestidad y calma voz que no la esperara, que María se había marchado para nunca volver. La cigüeña, como solían decirle a su amiga en común, ni siquiera se sentó para decirle esas 14 palabras de muerte y dolor al oído y acto seguido desaparecer:
“No la espere Eli, María se largó… la muy suertuda nos dejó por otro”.
Aquellas palabras, locas, francas y sin eco alguno se le incrustaron en el alma para dejarlo cansado, derrotado y sin más deseos que los de acelerar la muerte. “Cigüeña” grito Eliecer, “de qué me habla?…”. La cigüeña ya no estaba y no estaría tampoco porque esa misma noche también se largaría con otro de los muchos mercaderes de amor que pasaron por el pueblo buscando a las más bonitas para llevarlas a conocer la ciudad. La cigüeña fue apodada así porque quedaba embarazada con mucha facilidad y porque hasta aquella noche y sus 35 años de edad ya era madre de 29 criaturas que fueron regalados a familias menos fecundas pero más dispuestas a criar y a amar a esos potrillos sin madre ni padre. Tres años más tarde la cigüeña volvería al pueblo con tres muchachos colgados del hombro y una barriga lista a explotar, sin dinero con que comer y la espalda rota de cargar a esos chiquillos de diferente color, edad y forma.
Eliecer nunca le buscó porque se sintió traicionado por ella y por la María, sin embargo, le hizo llegar un mercado con los utensilios básicos, algo de comida y unos pesos para pagar la renta de un cuarto cercano al basurero del pueblo. Así fue como Eliecer empezó su curva de bajada, la descendente línea hiperbólica que sería la gráfica final del resto de su vida.
El señor Gonzalo llegó a aquella vieja casona por recomendación de un amigo del viejo Mario, un agiotista a quien solo le importaba explotar a los menos favorecidos y tomar ventaja de su necesidad para esclavizarlos con la excusa de que los estaba ayudando. Las condiciones de salud de Gonzalo eran precarias, sin embargo, podía caminar y defenderse por sí mismo. Gracias a ello fue que logró ingresar a aquel cuarto de tres metros de largo por cuatro de ancho, instalar su cama, y algunas pertenencias. Aquel tugurio que Gonzalo recibía como vivienda, se convertiría en su prisión por seis largos años y si no hubiera sido por la intervención de unos extraños vestidos de azul, muy seguramente se hubiera convertido en su tumba también. Gonzalo había nacido 86 años antes, buenos eso es lo se cree porque al viejo Gonzalo pareciera que nadie lo había visto nacer, y si lo hubo ya está muerto, además ni él mismo se acordaba que tan viejo era. Cuando todavía el pueblo se encontraba en su etapa más joven y cuando las calles no eran más que seis y las carreras tan solo cuatro, un cuarto menguante a las tres de la mañana de no sé qué día de mil novecientos no se qué., vería el alumbramiento de un muchacho con manos grandes y casi ocho libras de peso, que sería consagrado a vivir tantos años como fueran necesarios para ensenarme los pilares de la vida. Su profesión fue desconocida, pero por la forma de sus manos y el color de sus unas, se podía concluir que había arado la tierra como buey y que la había sembrado de café, maíz, plátanos y quien sabe que cosas más; que colonizó el monte a punta de machete y verraquera y que montó su caballo con la misma hidalguía que alguna vez don quijote exhibiera, aunque sin las armaduras de la Guerra ni las nostalgias por dulcineas y gigantes molinos de viento.
El final de aquella aventura se vislumbraba sombría, parca, pero sobretodo punzante y llena de vergüenza y es que los anos no llegan solos, ellos vienen con su desgracia y su alegría, sin embargo, llegar solo a los anos es más trágico que cómico en especial cuando la única compañía segura es el hambre gritona y la muerte carroñera, que aunque latente y escurridiza, se convierte en la visita anhelada que nos deja esperando con los crespos hechos.
Dos anos, tres meses, una semana y dos días fue el tiempo que Eliecer y Gonzalo compartieron sus vidas sin notar la existencia mutua. El miércoles de ceniza del año dos mil y algo a las nueve de la mañana, cuando Eliecer se disponía a empezar su labor de vendedor ambulante, escuchó a Gonzalo gritar. Su voz, débil y ronca, se escuchó como el rugido de un león viejo, herido y a punto de morir. Eliecer corrió y encontró a Gonzalo tirado en el piso del baño, bueno si es que a aquel cagadero rodeado de arañas y bichos raros, sin cisterna ni mucho menos puerta se le puede llamar baño, con su cabeza incrustada entre la tasa y la lámina de madera podrida que servía de pared. Al quererle levantar pudo sentir el daño de sus piernas y la fragilidad de su cuerpo desnutrido y tan liviano como una escoba, esas hechas con un pedazo de madera y algunas ramas secas.
Después de ponerlo en su cama y de procurarle algunos cuidados inmediatos quiso salir a trabajar, pero su sabiduría de hombre viejo y su instinto de abuelo, le recomendaron quedarse para cuidar a aquel desconocido quien parecía desvanecerse en vez de morir, como si la existencia de Gonzalo estuviera destinada a ser borrada del mundo material sin la necesidad de ser enterrado o siquiera velado por nadie y soledad, sus únicas parientes. Los días pasaron y Gonzalo seguía ahí, robándole algo de aire al aire y algo de vida a la muerte, mientras Eliecer cruzaba el pueblo caminando para conseguir, gracias a la caridad de un grupo de oración, el almuerzo diario y de hecho, única comida, que compartía con su amigo Gonzalo.
Mario, el dueño de aquellos terrenos y castillos de miseria, quiso desalojar a Gonzalo porque ya eran más de tres meses sin pagar renta, sin embargo, al enterarse de la terrible situación de salud del señor decidió dejarlo vivir allí hasta que la muerte lo desalojara. Eliecer no correría tan buena suerte. El señor Herrera, quien le rentaba la chaza para trabajar, decidió quitarle la cajita y los productos que él vendía para dársela a otro que si quiera hacerlo, o por lo menos esa fue la respuesta que dio a Don Eliecer cuando éste se acercó a decirle que llevaba varias semanas sin trabajar por cuidar al señor Gonzalo. Sin empleo no había como pagar la renta así que Mario también le exigió a Eliecer que desalojara. Sin tener a donde ir y sin más que la comida recibida en el grupo de oración “sálvate como puedas” Eliecer empezó a vivir esperando el momento en que Mario le sacara las cosas a la calle o el que diera a don Gonzalo la puntada final, para por lo menos llevarlo a enterrar en algún potrero cercano, ya que la idea de una bóveda en el cementerio era tan loca como la salir de aquella situación tan crítica y desesperada.
Así los conocí, en medio de tu tragedia. Los conocí por recomendación de otra dona a quien su espíritu de caridad solo le alcanzó para comentar sobre el caso de Don Eliecer y el señor Gonzalo. Aquel dos de Agosto de dos mil diez quedará en los anales de mi vida como el día en el que yo y mis amigos de CAUSA, conoceríamos a la miseria en todo esplendor. Esa tarde fuimos a visitar a Don Eliecer y al señor Gonzalo con el desdén propio de los que somos amigos de la comodidad y la buena vida, y aunque no tiene nada de raro hacerlo porque por eso nos hemos esforzado, siempre me suena repulsivo el hecho de haber tenido actitudes elitistas e ínfulas de ser superior por el simple y real acto de trabajar, tener un carro y ganar en dólares. Como se olvida uno de sus orígenes, como dejamos que la historia se pierda en los laberintos de la amnesia y la indiferencia que nos conducen a su repetición. Como dejamos, y como dejaron algunos de nuestro parientes más viejos, que nos perdiéramos de las mejores cosas de la vida, dar.
Tomamos un taxi que nos dejó a casi 50 metros de nuestro objetivo. Nos movimos tranquila y plácidamente de la misma manera que lo hacen las vacas que van a ser sacrificadas para luego volverse la comida de todos nosotros. O como lo hacen los pobres delfines en el Japón, que son aniquilados por el beneficio de unos pocos y las ínfulas de muchos tantos. Si, así caminamos, ilusionados y envanecidos por ser….quien sabe qué, pero ignorando que íbamos derecho al abismo, derecho a ese instante en el que se pone el yerro ardiendo en la piel al ganado, a ese instante en el que los sentidos dejan de ser sentidos y entonces nos creemos como muertos, como sin aliento, como sin vida para acto seguido tomar un segundo aire y empezar otra vez a vivir.
Eliecer y Gonzalo quedaron en mi corazón de la misma manera que lo hicieron las imágenes de esas aves tratando de volar con las alas entrapadas en petróleo, o de la misma forma que lo hizo Santiago, un inocente bebé que al mirarme me devolvió la felicidad, la vida y las ganas de vivir, por eso recalco que las imágenes de aquella tarde son tan fuertes que tratar de describirlas es tal vez más doloroso que haber estado ahí en el lugar de los hechos, porque al escribir sobre esos retratos de lúgubre tono, se avivan en la memoria las emociones encontradas de angustia e impotencia, así, como la leña seca aviva unas cuantas cenizas a punto de apagarse para convertirlas otra vez en fuego ardiente, en este caso incendio inminente. Voy a ser breve y preciso, para que las llamas que ahora incineran mi pensamiento no recaigan en otras cabezas igual de secas a la mía y así no corran el riesgo de quemarse.
Encontramos a Gonzalo sentado al borde de la cama con un pantalón de piyama rojo, bueno el color se encuentra en la gama del rojo, pero con mucho matiz de usado y viejo, como su dueño. No tenía camiseta y se notaba una mancha a la altura de los genitales. No nos lo dijo, pero lo concluimos después, de que Gonzalo tenía que orinarse en los pantalones para no correr el riesgo de ir al baño y caerse, como ya le había pasado tantas veces. Además sus piernas ya no lo podían sostener por el avanzado deterioro de sus articulaciones gracias a la artritis reumatoidea que lo venía agobiando desde hacía ya dos décadas. Sus tórax parecía una esqueleto de esos utilizados para ensenar anatomía en la escuela. Sus ojos, su rostro y todo su ser eran un grito unísono que significaba hambre, soledad, pena, dolor. El hedor de aquel cuarto era similar al panal olvidado de un bebé que se orina, solo que con la intensidad multiplicada por cien. Las paredes, hechas de láminas de cartón cartulina, dibujaban imágenes grotescas de aguaceros sin par y goteras por doquier. El techo, que era de placas metálicas, calentaban el recinto o lo enfriaban de acuerdo a la hora del día.
Su voz escasamente se podía oír y sus palabras meramente se entendían, sin embargo, Gonzalo diría los vocablos que marcarían la existencia de Orladiz y la de muchos de nosotros, ‘’tengo más hambre que la misma comida que hay”. Su situación nos tomó por sorpresa, por eso decidimos ayudarlos en lo que más pudiéramos. Salimos de aquel lugar con el alma en vilo, con la sensación de felicidad incompleta y con la vergüenza de no poder hacer más.
Movilizamos todo lo que estuvo a nuestro alcance. Regresamos al mismo sitio con comida, algo de víveres y una pipeta de gas para que por lo menos pudieran cocinar algunos alimentos, especialmente don Eliecer. Días más tarde conversamos con el señor alcalde quien nos colaboró y sacó a don Gonzalo de aquel sitio para darle un espacio más digno en el ancianato del pueblo. A pesar de haber logrado que esta CAUSA fuera todo un éxito para don Gonzalo, nos quedamos con la desazón del futuro de don Eliecer, a quien a estas alturas de la vida no sabemos si fue desalojado o no, pero eso es algo que no vamos abandonar y miraremos hacia el futuro con la ilusión de poder ayudar más a este “santo” moderno, porque la verdad no se necesita hacer milagros ni ser canonizado por el Papa para saber que este hombre es un santo, y déjenme que les diga, ahí afuera hay miles de buenas almas dando más de lo que tienen sin la esperanza de recibir algo a cambio, sin la necesidad de pedir nada como recompensa y sin el afán de ser reconocidos, solo innovando con la satisfacción de hacer lo correcto y hacerlo con amor. Esas son las personas que un día cualquiera le dan un golpe a tus conceptos y orden a las prioridades de tu vida. Si antes me sentía orgullos ser parte de CAUSA, hoy me siento en la obligación de ser, no parte sino por el contrario, una CAUSA completa. Y si todos nos volvemos una CAUSA completa seremos mucho más que un trozo de pan que sacia el hambre por un rato, seriamos la semilla de trigo, el trigo mismo, las manos que producen ese pan y la fuente de progreso para personas que como don Gonzalo y don Eliecer están a la espera de ser ayudados.
SOMOS CAUSA, LA LUZ DE ESPERANZA Y EL ESLABON DEL SENTIR DE UN PUEBLO.
Por Mario Rodríguez.