La abuela murió de vieja y de olvido. A sus no sé cuántos años de edad su cuerpo cansado de vivir, dejó de realizar sus funciones básicas y así de poco en mucho los años le cayeron encima como un derrumbe de culpas y desdenes que le arrinconaron el alma y la memoria contra una esquina de quién sabe dónde. Murió de olvido porque a la edad de no sé cuantos años de lucha y sobrevivencia a su cuerpo se le olvidó controlar sus evacuaciones, por eso la recluyeron en una casa de abuelos, para que otros le tuvieran que limpiar la mierda que muchos de nosotros no le pudimos aguantar más. Una mañana recóndita de un año casi imposible de recordar, a sus pulmones se les olvidó respirar y a su corazón palpitar y mientras sus alveolos empezaron a contraerse y sus ventrículos a ventilarse el colapso de la funciones la hicieron cesar, tal vez sin quererlo, pero sin más remedio que aceptarlo. Esa misma mañana pérdida en el pasado intocable por nuestras vidas, tuve que levantar su cuerpo inerte y ponerle en el tálamo que la llevaría a su necropsia. Los médicos fueron precisos en su diagnóstico, amnesia total. Tal vez la forma más pulida de morir, sin remordimientos y sin culpas; con la conciencia relativamente en paz, pero sin la nostalgia de los que se quedaron. Su demencia le había hecho olvidar los nombres de sus familiares y sus memorias más firmes se remontaban a sus años mozos de los cuales ni siquiera sus hijos, o sea mis tíos, tuvieron forma de acceder. Por eso ya sé cómo podría acabar mi existencia también, y no porque mi vida sea tan peculiar como lo fue la de la abuela, pero si por las visitas inusuales de Alzheimer que me dejan de cuando en vez y algo frecuente la sensación de no saber que hago, ni por qué lo hago y porque según los locos de la genética, esas clases de alteraciones se saltan normalmente una generación.
La abuela Carmen murió de vieja, de olvido y de severas alteraciones fisiológicas debidas a la pérdida constante de conexiones neuronales. Según el diagnóstico, el sistema vegetativo dejó de funcionar y de la noche a la mañana, dejó de controlar sus deyecciones, su ciclo respiratorio y finalmente su corazón. Así amaneció la abuela, fría, inmóvil y sin quien llorara su deceso, por lo menos en ese mismo instante. Cuando me enteré de su fallecimiento no recuerdo exactamente qué fue lo que sentí, lo único cierto es que no pude llorar, sentir pena o cierta clase de remordimiento. Aunque la abuela fue cariñosa y cuidadosa de sus intereses, nunca la pude adorar como se adoran a la abuelas, nunca la pude perdonar, nunca le pude dejar ir, o al menos hasta el día de su muerte, el daño que me hizo, que nos hizo, porque en esa tragedia perdimos varios.
Mi madre se casó con mi padre cuando apenas cumplía 15. La razón fue simple, estaba en embarazo. Según mi mamá yo fui su primer hijo, pero las malas lenguas cuentan que hubo varios antes de mí, pero sin tanta suerte como la mía. Así que a la edad de 17 mi papá decidió emprender la vida de padre de familia sin tan siquiera saber limpiarse el culo. Cuando cumplí los 7 años de edad, me fui a vivir a Ibagué, una ciudad macondiana que estuvo refundida en el mapa mi patria hasta que me hice grande y conocedor del mundo. Mi nueva casa fue en aquel entonces el hogar de la tía Marlene y el tío Rafa, quienes con mucho amor y paciencia se encargaron de mi hermana y mi existencia como padres abnegados. Para esa época no sabía que pasaba, solo sé que fueron las más largas y mejores vacaciones de mi vida.
Cuando volví a Bogotá la historia se empezó a escribir como más le convino a mi papá. Según su versión mi vieja amada nos había abandonado por otro hijo de Dios, que según él tenía más plata y vivía mejor. Realmente yo no lo podía entender y como solo tuve esa versión así me empecé a madurar, odiando a mi madre, sintiendo el rencor hediondo de su ausencia y deseando no verla.
Pero la vida señores es un pañuelo y cuando menos lo pensamos estamos de vuelta a donde empiezan las cosas, al mismo moco que alguna vez quisimos quitarnos y ocultar. Una mañana fría, como tantas mañanas de Bogotá fui a la plaza de mercado por las cosas para el almuerzo que mi abuela María me había mando traer; que 10 de cilantro, una libra de papa criolla, una libra de carne (morrillo), 10 de espinaca, cebolla larga, dos pepinos, tres tomates y una libra de arroz. Lo recuerdo exactamente porque esa mañana, el 3 de marzo de 1987 mi tía Carmenza, la esposa de mi tío Hugo, y por tanto tía política mía, me revelaría el pasado de la separación de mis padres de la forma más impasible, cruel y sincera, el pasado que me habían negado.
Y entonces como llorarle las veces que hizo que mi papá golpeara a mi vieja porque no le lavaba la losa; o cómo dejarle ir las tantas ofensas y humillaciones que tuvo que pasar mi mamá por el simple hecho de estar al lado de un hombre que amaba. Cómo aceptar que el amor por mi madre, mi amor de hijo para su madre se hubiera desquebrajado como lo hace una copa de cristal que es tirada con rabia contra la pared y luego, después de haber sido ingrato, duro y grosero con mi santísima madre tener que reconstruir ese amor de a pedacitos, de a poquitos, de a ilusiones, porque los recuerdo de mi infancia con mi madre son solo los que me he imaginado y por tanto inventado desde entonces. Por eso no lloré a mi abuela Carmen cuando murió y por eso no la volví a visitar al cementerio, porque con ella se fueron los rencores que le tuve a mi madre alguna vez.