Thursday, May 3, 2012

Otra Reflexión


Me encanta descubrir nuevas melodías, nuevos artistas que traen a mi vida inspiración y deseos de seguir esta ruta interminable de expresar mis ideas y escribir. ¿Qué puedo decir? Que soy feliz porque dejo en la palabra todo lo que siento, lo que pienso, lo que veo y lo que oigo; eso que nadie está dispuesto a escuchar, ni mucho menos a leer; sin embargo, cuando vuelco mi mente en una hoja en blanco, puedo constatar que no estoy de paso por la vida, que las cosas a mi alrededor son sentidas, entendidas y sobretodo reinventadas con la crítica proveniente mi aprendizaje, ese mismo que gané no solo por ir a la escuela o leer libros, sino por vivir la vida.

Me encanta conocer nueva gente que aprueba y reprueba mi actuar porque así confirmo que todos somos únicos. Pero qué desconsuelo encuentro en la fragilidad de la mente y del criterio de aquellos que juzgan, opinan, y toman posiciones radicales porque otros así lo sugieren y no porque su intelecto o su propio pensar lo decide. Tal vez sea normal, tal vez el propósito final de cada existencia sea ese, aprender a entender al prójimo; comprender que somos seres vivos unidos por la maravilla que todos denominamos “VIDA”. Y entonces, ¿qué es la vida? Suculenta pregunta que no todos logramos digerir, y que en la mayoría de los casos no ofrece indigestión, diarrea, vómito y ganas de no volver a comer, por eso nos cerramos a la posibilidad de cuestionarnos y definir nuestros propios conceptos, ideas, procedimientos pero sobretodo acciones para que sea más fácil echarle la culpa al político de moda, al mozo de mi cuñada o al perro de la vecina.

No nos cansamos de mirar como “viven” nuestros semejantes, pero nos aburrimos de revisar nuestros pasos. Somos muy precisos en la forma de resolver los conflictos distantes, pero inútiles cuando de administrar nuestro bolsillo se trata. Somos frías calculadoras que procesan los datos que provienen del mal ajeno, del fracaso desconocido y del sufrimiento distante, pero somos excelentes disléxicos trágico-cómicos que clamamos misericordia, compasión y piedad cuando las desgracias atracan en nuestros puertos, como si los únicos dignos de más oportunidades fuéramos nosotros y no los demás.

¿Qué pasaría si lográramos percibir la soledad vecina como propia e intentáramos acompañarla en vez de aislarla más? ¿Qué resultaría de saciar el hambre del desconocido amigo como si se tratará del hambre de nuestros hijos y nos quitáramos el pan de la boca para ofrecerlo sin mezquindad? ¿Qué sucedería si dejáramos de juzgar a quien perdió su vida por el alcohol o las drogas y a cambio lo ayudáramos a encontrarla como si se tratara de nuestra propia vida?   

Tal vez viviríamos más felices, con menos rencor y más esperanzas en nosotros mismos. Dependeríamos menos de unos cuántos políticos para resolver nuestras diferencias y alcanzaríamos armonía social. Produciríamos más por menos porque sacaríamos de nuestros corazones y pensamientos toda esa envidia y malestar que nos agotan las ideas y el cuerpo al momento de trabajar, de sonreír, de amar y de hacer nuevos amigos.

Por eso reitero que no escribo para recibir el elogio popular ni el aplauso fiestero; escribo para evacuar mi cabeza, mi corazón y mis entrañas del dolor y la tristeza que se acumulan de vivir rodeado de tanta indiferencia. De ver amigos, amigas, conocidos y ex compañeros de causa, vida y juerga cerrar sus ojos y concentrar todas sus fuerzas en una realidad paralela, pero falsa, de negación y negligencia como si la única verdad absoluta fuera la que ellos estipulan y no la que se construye a cada segundo en frente nuestro. Se nos olvida que “el todo” siempre a va a ser mayor que “la parte”, que la individualización de los procesos nunca triunfan tanto como el esfuerzo unificado y que las razones para negar una mano nunca van a ser superiores a las justificaciones para darla.

Que las acciones buenas no se opaquen por la terquedad, la pereza, la mala fe, y la necesidad negativa de ver fracasar a quienes decidieron, por voluntad autónoma, re direccionar las iniciativas primas de hacer el bien sin preguntar a quién, dónde o por qué. Ahí les dejó otra reflexión, para que de mutuo acuerdo acordemos disentir sin dañar, sin querellar  y sin culpar de mentira a la verdad. No hagamos de una calumnia una tragedia, ni mucho menos de la verdad una mentira tan solo para lavarnos las manos y librarnos de culpas ante el público parco de este circo de popularidad, de esta civilización que bien denominó el maestro Vargas “del espectáculo”.