Me encanta descubrir nuevas melodías, nuevos artistas que
traen a mi vida inspiración y deseos de seguir esta ruta interminable de
expresar mis ideas y escribir. ¿Qué puedo decir? Que soy feliz porque dejo en
la palabra todo lo que siento, lo que pienso, lo que veo y lo que oigo; eso que
nadie está dispuesto a escuchar, ni mucho menos a leer; sin embargo, cuando
vuelco mi mente en una hoja en blanco, puedo constatar que no estoy de paso por
la vida, que las cosas a mi alrededor son sentidas, entendidas y sobretodo
reinventadas con la crítica proveniente mi aprendizaje, ese mismo que gané no
solo por ir a la escuela o leer libros, sino por vivir la vida.
Me encanta conocer nueva gente que aprueba y reprueba
mi actuar porque así confirmo que todos somos únicos. Pero qué desconsuelo encuentro
en la fragilidad de la mente y del criterio de aquellos que juzgan, opinan, y
toman posiciones radicales porque otros así lo sugieren y no porque su
intelecto o su propio pensar lo decide. Tal vez sea normal, tal vez el
propósito final de cada existencia sea ese, aprender a entender al prójimo;
comprender que somos seres vivos unidos por la maravilla que todos denominamos “VIDA”.
Y entonces, ¿qué es la vida? Suculenta pregunta que no todos logramos digerir,
y que en la mayoría de los casos no ofrece indigestión, diarrea, vómito y ganas
de no volver a comer, por eso nos cerramos a la posibilidad de cuestionarnos y
definir nuestros propios conceptos, ideas, procedimientos pero sobretodo
acciones para que sea más fácil echarle la culpa al político de moda, al mozo
de mi cuñada o al perro de la vecina.
No nos cansamos de mirar como “viven” nuestros semejantes,
pero nos aburrimos de revisar nuestros pasos. Somos muy precisos en la forma de
resolver los conflictos distantes, pero inútiles cuando de administrar nuestro
bolsillo se trata. Somos frías calculadoras que procesan los datos que
provienen del mal ajeno, del fracaso desconocido y del sufrimiento distante,
pero somos excelentes disléxicos trágico-cómicos que clamamos misericordia,
compasión y piedad cuando las desgracias atracan en nuestros puertos, como si
los únicos dignos de más oportunidades fuéramos nosotros y no los demás.
¿Qué pasaría si lográramos percibir la soledad vecina
como propia e intentáramos acompañarla en vez de aislarla más? ¿Qué resultaría
de saciar el hambre del desconocido amigo como si se tratará del hambre de
nuestros hijos y nos quitáramos el pan de la boca para ofrecerlo sin mezquindad?
¿Qué sucedería si dejáramos de juzgar a quien perdió su vida por el alcohol o
las drogas y a cambio lo ayudáramos a encontrarla como si se tratara de nuestra
propia vida?
Tal vez viviríamos más felices, con menos rencor y más
esperanzas en nosotros mismos. Dependeríamos menos de unos cuántos políticos
para resolver nuestras diferencias y alcanzaríamos armonía social. Produciríamos
más por menos porque sacaríamos de nuestros corazones y pensamientos toda esa
envidia y malestar que nos agotan las ideas y el cuerpo al momento de trabajar,
de sonreír, de amar y de hacer nuevos amigos.
Por eso reitero que no escribo para recibir el elogio
popular ni el aplauso fiestero; escribo para evacuar mi cabeza, mi corazón y mis
entrañas del dolor y la tristeza que se acumulan de vivir rodeado de tanta
indiferencia. De ver amigos, amigas, conocidos y ex compañeros de causa, vida y
juerga cerrar sus ojos y concentrar todas sus fuerzas en una realidad paralela,
pero falsa, de negación y negligencia como si la única verdad absoluta fuera la
que ellos estipulan y no la que se construye a cada segundo en frente nuestro. Se
nos olvida que “el todo” siempre a va a ser mayor que “la parte”, que la
individualización de los procesos nunca triunfan tanto como el esfuerzo
unificado y que las razones para negar una mano nunca van a ser superiores a
las justificaciones para darla.
Que las acciones buenas no se opaquen por la
terquedad, la pereza, la mala fe, y la necesidad negativa de ver fracasar a
quienes decidieron, por voluntad autónoma, re direccionar las iniciativas primas
de hacer el bien sin preguntar a quién, dónde o por qué. Ahí les dejó otra
reflexión, para que de mutuo acuerdo acordemos disentir sin dañar, sin
querellar y sin culpar de mentira a la
verdad. No hagamos de una calumnia una tragedia, ni mucho menos de la verdad una
mentira tan solo para lavarnos las manos y librarnos de culpas ante el público
parco de este circo de popularidad, de esta civilización
que bien denominó el maestro Vargas “del
espectáculo”.